Hoy comencé a desarticular la que
fue mi casa taller por un año.
Cuando llegué a ese lugar, vacía
de hogar, me encontré con un garage lleno de bártulos y cucarachas, polvo y
desorden. Con muchísimo esfuerzo y la ayuda de alguna gente, que fue realmente
de una gran y estimada ayuda, fui pudiendo articular ese espacio, apropiármelo,
hacerlo parte de mí y que yo fuera parte esencial de él.
En mi casa taller di mis primeras
clases, con grandes alumnas, personas generosas en reconocimientos y
conversaciones; así, compartimos infinidad de mates y confesiones, color va,
forma viene.
Mi casa taller fue el primer
lugar que sentí como mi hogar. Allá abajo
se dio a luz a la serie de la tesina, El
Recuerdo Imposible; allá abajo gesté amor e ilusión, y soporté el golpe de
la Realidad, que estrelló contra esas paredes castillos imaginarios, llegado el
momento.
En mi casa taller crecí, como
persona, como artista. Transité y sobrepasé mis propios límites, y así caminé y llegué mucho más lejos de lo que había esperado. Y
continué.
Hoy, que paradójicamente es el
tiempo en que el Futuro llega, tiempo de la concreción, tiempo de compartir, tiempo
de expansión, embalé mis discos y guardé mis libros. La partida se prepara.
Hoy, en una lata amarilla,
comencé a guardar la selección de los pequeños objetos que me acompañarán en mi
próximo tránsito. Así, con la tristeza, por lo demás tan grande como difícil de
explicar, de dejar este espacio que fue tan querido, y a pesar de esa misma
tristeza, comprendo, una vez más, que los espacios amados son los espacios
habitados, construidos desde el afecto y la cotidianeidad. En esto Bachelard
siempre me llevó ventaja.
Hoy la melancolía me ganó la partida.
Mañana, muy pronto, habrá que construir mi casa taller de nuevo, en otro lugar,
con las manos y el amor, y la lata amarilla debajo del brazo.
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